miércoles, 22 de diciembre de 2010

Prohibido gilipollas sueltos (y atados con cuerda de 10,2)

Últimamente no paro de ver y oir por ahí referencias a las molestias que producen los perros en las zonas de escalada. Yo hasta ahora me he encontrado en las zonas de escalada con gente con música puesta, que me ha robado cintas, que no para de chillar, que se deja sus "restos" en cualquier rincón, que se mete con la furgo hasta el pie de vía si puede... Muchas molestias, y precisamente ninguna producida por un perro.

Por supuesto, cuando se trate de un parque natural, como es el caso de Albarracin, o haya ganado cerca, no es un buen lugar para llevar al perro suelto, pero ¿por qué no voy a poder soltarle en campo abierto? ¿porque al de al lado no le gusten los perros? ¿y si a mí no me gusta su cara? Otra cosa es que el perro le molestase, que no es el caso de la mayoría (en todo caso debe de ser terrible no poder dejarse el almuerzo en el suelo ¡prohibamos las hormigas por si acaso!).

El campo es para los seres vivos capaces de convivir, y eso creo que incluye a mi perro pero no a mucho que va por ahí prohibiendo y escribiendo estupideces.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Jose

“La enfermera me dijo: Vamos, Jose, que tú puedes con esto y con mucho más”, logré entender. Así fue como supe que se llamaba Jose. Es curioso cómo cambia tu percepción de las personas con las que te cruzas por la calle cuando sabes su nombre. Dejan de ser elementos del paisaje urbano, para ser gente con su familia, su trabajo, su casa… Bueno, ése no era el caso de Jose. Hará dos años que le veo todos los días en los bancos de la avenida, a veces solo, a veces acompañado por otras personas de tez tan sonrojada como la suya, fuera la hora que fuera, como consecuencia de los bricks de vino marca Hacendado que siempre tienen a su lado. Pero hasta ahora nunca había cruzado con él más de una frase, aunque sé que él me tiene un afecto especial, tal vez porque le gusta mi perro, al que ve todos los días paseando conmigo, o tal vez porque recuerda (no las tengo todas conmigo de esto) aquella brevísima conversación que tuvimos una noche en el cajero automático. Como todas las noches frías, él se había resguardado allí. Cuando yo llegué al cajero, en la terminal de la calle había una pequeña cola formada por dos señoras y un señor que, seguramente, tenían miedo de sacar su dinero delante de Jose, ya que las dos terminales de dentro estaban libres. Ni que Jose mordiera. “Buenas noches”, dije al entrar. “¿Molesto?”, preguntó él rápidamente, incorporándose sobre sus cartones. “No, hombre, ¿molesto yo?”, contesté. Y ésa fue la primera vez que le vi sonreír.

Resulta muy triste ver cómo se ha ido demacrando su cuerpo con el paso de los meses, con tantas noches frías de invierno, tantos días lluviosos, tantas horas de sol abrasador, esa pésima nutrición… En dos años había pasado de tener el aspecto de una persona vital, astuta y decidida, a una apariencia de absoluta fragilidad, apenas capaz de mantenerse en pie, con un rostro ajado y huesudo y múltiples marcas fruto de enfermedades de la piel y también de más de una paliza que solo él sabe quién y por qué le han propinado. O posiblemente él también se lo pregunte. Pero esta noche era una enorme venda la que le rodeaba la cabeza, manchada de sangre a la altura de la sien izquierda. “¿Qué te ha pasado?”, no he podido evitar preguntarle. Y así fue como empezó a contarme una larga historia de vecinos egoístas, policías crueles y médicos negligentes.

Durante semanas no pude quitarme de la cabeza cómo puede alguien acabar así con su vida en menos de dos años. Poco a poco fui sabiendo (como si de hacer un puzle se tratara) que Jose estuvo casado, trabajaba y hasta posiblemente tenga algún hijo. Me imagino que el alcohol tuvo la culpa de todo: su mujer le dejó, lo que le llevó a beber más y perder su trabajo… Lo último que supo de su mujer es que está con un tipo que le pega. Le creo. He visto muchos casos de personas que prefieren a un cretino que a una buena persona sin nada que ofrecer.

Hace tres meses que empecé a escribir esto, como forma de desahogarme, ya que me he dado cuenta de que a nadie le interesa una conversación sobre un mendigo. Y hace dos meses que un pensamiento empezó a anidar en mi mente: “Nunca más veré a Jose”. Y así ha sido: la primera vez que tuve ese pensamiento resultó ser la última vez que le vi. Tal vez ha decidido cambiar de calle o incluso de ciudad, en busca de un banco más cómodo y resguardado. O tal vez, creo yo, su ex mujer decidió denunciar a aquel tipo y buscó a Jose para pedirle que volviera a casa, con ella y su hija, y le ayudó a recuperar su antiguo trabajo en una fábrica de juguetes, y a estas alturas Jose ya habrá conseguido superar su alcoholismo. De hecho, estoy casi seguro de que la ex pareja de su mujer, ese tipo violento y mezquino, decidió mendigar por mi avenida y, casualmente, eligió dormir en el mismo banco que había ocupado Jose los dos últimos años, donde una fría mañana un policía lo encontró rígido como el hielo, y se dio cuenta de que ya no respiraba.